Lugar de trabajo

Algunos de los seguidores de Soy Bibliotecario también escriben y nos acercan sus escritos. Les compartimos este curioso (y perturbador) incidente ocurrido en la biblioteca dónde trabaja el protagonista de esta historia. 



Texto de J.R. Muñoz

Suelo llegar temprano a mi lugar de trabajo. Soy el tipo de personas que tiene todo listo para cuando el día inicia oficialmente. Por lo tanto, siempre encuentro todas las luces apagadas y el silencio como amo y señor de todo el lugar.

Para muchos, mi trabajo puede resultar interesante y un tanto cautivante; para otros, sin embargo, aburrido y tedioso. Personalmente creo que eso de trabajar en biblioteca no tiene nada de especial: un trabajo mediocre, hecho de manera mediocre. Nunca pensé más allá respecto a estar rodeado de libros todo el día.

Cada mañana al llegar, las luces completamente apagadas, dejan que la imaginación juegue bromas pesadas a la mente. Incontable cantidad de veces escuché con claridad voces de niños riendo y varias ocasiones juré que vi una sombra pasearse por entre los libros. Obvio siempre desechaba la idea, porque me negaba a creer que mi caso sería como el de los Ghost Busters. Por lo tanto, siempre me confortaba a mí mismo silbando o tarareando algo mientras encendía los desktop y las luces de todo el lugar; de esta manera logré mantener mi salud mental en perfecto estado.

No llevo tanto tiempo en esta Biblioteca, por lo tanto no estoy tan familiarizado con todas las historias y acontecimientos que este lugar oculta. Supongo que fue mi ignorancia lo que me costó dicho evento.

La Biblioteca Universitaria es, sin duda alguna, un lugar lleno de conocimiento y datos curiosos y así mismo, de adolescentes prepotentes que creen tener todas las respuestas. El conocimiento es el cielo: los usuarios la peor pesadilla de cualquier trabajador. De cualquier manera, la biblioteca de esta universidad, una con varias sedes a través de todo el país, ha sido el elemento de varias historias que solo los que llevan el tiempo necesario en este lugar logran conocer.

Y es que es el típico estereotipo de lugar con historia turbia: este sitio solía ser una iglesia, de antes de los años cincuenta del siglo pasado. Lo que hoy es la sala de lectura, alguna vez fue un templo católico de adoración; ahora, los libros reemplazan al incienso, Marx reemplaza a la biblia, y la sección de sexología ocupa el lugar que tradicionalmente llenaría la imagen de Cristo crucificado. El lugar es amplio, con los típicos ventanales con vitrales religiosos, frío y solitario en las mañanas y en las noches. Corrientes poco naturales atraviesan de afán a lo largo y ancho de la sala, helando los pies, las manos y los pensamientos. Esta es la sección permitida a los usuarios, donde pocas cosas remarcables ocurren (a excepción de aquella oportunidad en la que los equipos de cómputo empezaron a encenderse solos, uno tras otro) y no hay mucho que valga la pena ser contado.

La sección dónde solo los trabajadores podemos entrar está, sin embargo, mucho más velado por misterios y sombras pasadas de eventos confusos. Es poco lo que conozco, pero la información que poseo es suficiente para pensarme dos veces ir solo a aquel lugar. Para empezar, es indispensable hacer una breve pero suficiente descripción: el lugar oculto a los ojos de los usuarios, al que se llega por una puerta a la que solo se tiene acceso por medio de la isla de referencia (donde todos los usuarios llegan a hacer sus consultas al personal de biblioteca), da paso a la primera planta de las cuatro que componen el espacio desocupado. Algunos libros y revistas se encuentran desperdigados en los, ahora, estantes de madera vacíos. En la primera planta la luz natural no tiene cabida; en su lugar luces alógenas, (cancinas, amarillentas y francamente enfermizas) reinan. Un baño bajo las escaleras, juega a ser toilette de todos los empleados, por lo que el mal olor es constante. Al subir las escaleras, se entra en un espacio ingrávido, olvidado en el tiempo, oscuro, lleno de repisas vacías que alguna vez estuvieron a rebosar de material impreso. Las ventanas intentan dejar pasar la luz sin éxito, llenando el suelo, con su patética luminiscencia, de sombras extrañas y miradas penetrantes. El frío parece aumentar en este lugar, y pocas personas logran permanecer por mucho tiempo en esta planta, aun con las luces encendidas.

Al seguir ascendiendo, la tercera planta es menos atemorizante: puede que sea debido a que la luz regresa a este lugar y que todas las paredes desbordan de revistas y tesis. De cualquier manera, esta planta es el antídoto perfecto y necesario después de haber cruzado el primer y segundo piso; no obstante, es la antesala para algo mucho peor.

La última planta, el cuarto y último piso, es el peor de todos, y no porque sea oscuro o visiblemente inquietante; al contrario, es el más iluminado de todos los pisos. Pero la energía que allí reside, es la más pesada. En este lugar, todo el material que ha sido descartado se encuentra arrumbado, en una montaña de libros viejos y polvo que amenaza con desplomarse y matar por el peso a cualquier desafortunado que esté cerca. Además, mobiliario viejo, de las antiguas oficinas de la biblioteca, está disperso por todos lados, dándole un aspecto desordenado y caótico. Estantes metálicos y de madera están distribuidos estratégicamente para evitar el paso hacia las ventanas, proyectando sus geométricas formas en el suelo, haciendo sentir a cualquiera como en un claustro. El techo es bajo, por lo que se escucha sin problemas a las palomas caminando sobre las tejas, armando revuelo por cualquiera acontecimientos. Los alféizares son perfectos para que los emplumados animales se posen allí, o para que mariposas y otros seres similares desoven y creen capullos repugnantes.

Varias veces, en medio de solitario trabajo, me llevé sustos tremendos debido a las palomas que, vaya saber debido a qué estupidez, picoteaban las ventanas en momentos donde el silencio reinaba. El lugar está sucio, lleno de excremento de roedores y aves; con infinidad de cadáveres de insectos, y polvo y mugre por todos los rincones. Un paraíso para las historias macabras.

Cabe reiterar que no conozco todas las historias que este lugar oculta, y con franqueza, prefiero no saberlas; así, podré mantenerme cuerdo en lo que dura mi estadía en este lugar; suficiente tengo con aquellos eventos que me han sido narrados.
Me han dicho que este recinto presenció la muerte de una monja. Por supuesto, los detalles me son ajenos, porque después de todo, es solo un chisme, un comentario de corredor de alguien que llevaba ya demasiado tiempo en este lugar y que presenció más de lo que es tolerable. El asunto es, según creencia popular, que la religiosa decidió colgarse, dejando una espectral imagen de su cuerpo sin vida, bamboleándose regularmente debido a la acción de una extraña corriente que la mecía sin parar. Hay quienes afirman que ella aún, cuando nadie observa, se mueve por en medio de los estantes, buscando qué leer, en qué pasar el tiempo.

Otra enigmática historia de este lugar es la de la bibliotecóloga muerta. Hay quienes dicen que hace muchos años, una antigua directora de este lugar, fue encontrada muerta en su puesto de trabajo. Se cuenta que la anciana se quedó una noche, más allá de su horario establecido, con perfecto estado de salud; por lo que resulta inexplicable su muerte. Se dice que fue encontrada en su silla, frente a su escritorio, tiesa, con una terrible mueca de horror desfigurando su faz. La causa de muerte: infarto. Después de su muerte, sucesivos directores de la biblioteca, reportaron haberla visto sentada en el lugar de su muerte, su oficina, en el cuarto piso, como trabajando. Nadie tuvo el valor de acercarse jamás y comprobar de qué se trataba.

Muchas historias hay para contar de este lugar (como el caso de la chica que saltó del cuarto piso para encontrar su prematura muerte en la fuente que está justo debajo de las ventanas de la biblioteca), aunque yo no las conozca todas; no obstante, y tras la necesaria explicación anterior, me dispongo a contar mi propia vivencia en este lugar.

Como ya dije, suelo ser el primero en llegar, encontrando todo en un despreciable y atemorizante silencio y oscuridad. El día en que esto ocurrió no fue diferente. Con parsimonia abrí las puertas de cristal de la biblioteca, precipitándome en el universo que, en lugar de estar poblado por criaturas de cuentos de hadas y epopeyas, está colonizado de fantasmas y seres penitentes. Aquella mañana se sentía de pleno diferente, inundada de malos augurios. No soy de los que se dejan llevar fácilmente por el miedo, y la mayoría de mi tiempo suelo llevarme por mi razón sin dejar que mis emociones y sentimientos tomen el control, por lo que no es habitual verme dominado por el miedo. Pero aquella mañana todo eso se borró: algo era diferente y algo me estaba esperando aquel día.

Encendí los equipos y las luces, y me puse mi habitual chaleco azul que es mi uniforme. Sin ánimo encendí mi pc e inicié mi día laboral. A pesar de que quería concentrarme, aquella extraña sensación no se quería ir, permanecía y me hacía sentir observado, vigilado, casi como un conejillo de indias. Tecleaba con desespero la información de los libros a mi derecha y constantemente observaba por doquier en busca de los ojos que me hacían sentir tan intimidado. Tenía la certeza de que un par de ojos me examinaban, lo sabía, aquella sensación no podía ser de otra cosa. Varias veces respiré hondo, diciéndome que todo estaba en mi mente.
Al cabo de unas horas mi compañero de jornada llegó: el típico hombre perdido en la vida, trabajando por obligación en algo que detesta, desarreglado, desorientado, despistado y, en una palabra, estúpido. Su pelo rizado era una maraña de comentarios ridículos y faltos de imaginación, y su postura curva no ayudaba nada a su imagen de petardo deambulando por la vida. Sus ojos bizcos nunca apuntaban al mismo punto, lo que lo hacía parecer un lelo, y varias veces sentí la necesidad de gritarle en la cara lo repulsivo e imbécil que me parecía. Pero aquel día me sentí aliviado de que alguien más estuviera allí.

Se sentó frente al equipo vacío y empezó a trabajar. Un poco aliviado seguí con mi labor, con la fútil esperanza de que la sensación cesara pronto.

No podía estar más equivocado.

Los minutos pasaban como si fueran horas, el silencio de la mañana era insoportable, y el frío me tenía harto. La sensación de que alguien me observaba no se marchaba, y de a poco empecé a sentirme enfermo debido a mi intranquilidad. Cansado de ello, me puse en pie y salí de la biblioteca. El sol iluminaba con majestuosidad la fuente y el jardín que queda frente a la sala de lectura. Me pareció un poco injusto que el sol se derramara con tal descaro, mientras yo sufría por lo congelado de la biblioteca. Respiré con fuerza y me logré tranquilizar. Un par de minutos más y retorné a mi puesto de trabajo. Fue cuestión de sentarme de nuevo para sentir aquello de regreso. La situación me estaba empezando a desesperar.

Mi compañero no paraba de teclear, haciendo reverberar el sonido en las paredes de la capilla. El sonido me molestaba de manera absurda. Me mordí los labios intentando no gritarle lo patético que me parecía, con tal fuerza que me hice sangrar. Consternado por mi acto, corrí de inmediato al sanitario, buscando detener el leve hilo de sangre que mis labios dispensaban. El pequeño baño ubicado bajo las escaleras fue suficiente para limpiar el rojo de mi boca. La sensación aun no me abandonaba, por supuesto, me había seguido al baño. Sentí, con un miedo infantil, que lo que fuese que me observaba, estaba conmigo en aquel baño. De repente sentí miedo de observar al espejo que está a la derecha del lavabo; mi instinto me gritaba no voltear a mirar, y mi estómago secundaba la sentencia. Pero sabía que allí estaba, la figura que me inspeccionaba. Por el rabillo del ojo pude notar una sombra. Disimulando el pánico que sentí, di la espalda al espejo, y con rapidez salí del habitáculo, cerrando la puerta y apagando la luz.

Sudor frío recorría mi cuerpo; mis manos temblaban como nunca antes me había pasado, y sentía que las piernas me flaqueaban. Con náuseas y temblor desmesurado volví a mi puesto de trabajo. Traté varias veces calmarme, sin éxito. Quise volver a mi labor, pero me resultaba imposible. Veía el software ante mis ojos, leía repetidamente las palabras de los libros, tenía mis dedos sobre el teclado, pero mi cerebro no lograba articular todas las cosas juntas, no lograba encadenar las acciones; todos mis pensamientos me llevaban siempre a la misma idea: alguien o algo me observaba y sus intenciones no eran las mejores.

Con alivio descubrí que mi hora de almuerzo había llegado, y como alma que lleva el diablo salí de aquel lugar. El primer aliento fuera de aquel lugar fue suficiente para que todos mis síntomas desaparecieran, incluida la sensación de que me observaban; como si la cosa que lo hacía estuviera condicionada a ese lugar. Me dirigí al comedor, almorcé con tranquilidad y tomé una siesta como suelo hacer después del almuerzo.

Mi celular sonó, avisándome que la hora de volver a trabajar se aproximaba. Con desgano y pereza me acomodé los lentes sobre los ojos, y tomé mi maleta. Para este momento, había olvidado los eventos de la mañana, y me sentía plenamente tranquilo. No obstante, al ver la puerta de cristal, un fuerte retortijón atacó mi estómago. Apoyándome en las paredes logré llegar a mi puesto de trabajo. Mi compañero estaba listo, con cara de tedio, esperándome para él salir a su hora de descanso. Sin darme tiempo de explicarme, salió con torpe altivez, dejándome rodeado de silencio irreal. Mi dolor de estómago fue más fuerte, y fue tal que logró hacer que me olvidara de que algo o alguien me observaba.

Atribuí mis espasmos estomacales a la purga que mi médico me había recitado. Recordé que me dijo que la soltura era probable, lo que no me confortó mucho. Sudando, esforzándome por controlar mis esfínteres, decidí cerrar momentáneamente e ir a evacuar mis intestinos. Entonces recordé el evento de la mañana, lo que casi ocasiona un accidente en mi ropa interior. No obstante, a la velocidad máxima de mis pensamientos, recordé el baño de damas cercano y sin dudarlo decidí que sería allí donde aliviaría mis aflicciones.

Asegurándome de que no hubiera usuarios, cerré con afán y, papel higiénico en mano, corrí al baño de damas. Terrible fue mi sorpresa al encontrarme con un lacónico letrero que anunciaba que tales aseos estaban fuera de servicio. Pero no fue peor que darme cuenta que mi única opción ahora, era el baño pequeño y apestoso de la biblioteca. Mi estómago no resistía más, y la urgencia ganó sobre el miedo. Resignado, volví deprisa a la biblioteca, cerré por dentro, y sin pensarlo demasiado corrí hacia al baño. Ignoré mis pensamientos de alerta y con desespero bajé mi bragueta y dejé que el contenido de mis intestinos saliera de mi cuerpo. Respiré con alivio mientras la presión en mi estómago disminuía. Pero mientras mi mente se vaciaba al ritmo de mi estómago, la incomodidad de la mañana se apoderaba.

Me sentía observado una vez más.

Sin controlar mis impulsos, voltee la mirada al espejo: nada. En lugar de aliviar mi temor, este descubrimiento solo me perturbó más, porque aquello solo podía significar que la cosa me observaba desde algún otro punto. Con aquello en mente, me aseé, me subí la ropa y pensé en salir rápidamente de aquel lugar. Al volverme para bajar la cisterna el peor espectáculo ante mis ojos. No espero que el lector refrene sus risas por lo escatológico de la situación, al contrario, incluso yo, al leerlo, no puedo evitar que una sonrisa mórbida se dibuje en mis labios; pero es deseable que intenten imaginar lo aterrador que fue para mí.

Entre heces y orín, flotando de manera extraña, una cabeza: la cara oculta a mi vista, rozaba la materia fecal, mientras se movía como una boya a la deriva. Aterrado sentí ganas de vomitar; pero lo peor estaba por pasar. Lentamente, como pedaleando con la lengua, la cabeza se giró sobre sí misma, dejándome ver un espectáculo despreciable: andrajos de pellejo colgaban de todas partes; pus y materia supuraban las mejillas y frente, y el hueso era visible en la gran extensión de tan horrible cabeza. Sus ojos estaban en blanco, y su boca abierta recibía los desperdicios del retrete con asqueroso gesto. Y en un hecho sin precedentes, sus ojos se movieron en sus cuencas, dejándome ver un par de pupilas negras y auténticamente vivas, observándome, examinándome, llenándome con la misma sensación que me había estado abordando toda la mañana. Entonces empezó a carcajear fuertemente, mostrándome escasas piezas amarillas en aquella boca desfigurada y asquienta. Las risas aumentaron de manera demencial, retumbando en las paredes, perturbándome…

Grité enardecido y me desmayé.

Al volver en mí, estaba rodeado por personas, todas susurrando cosas, en mi puesto de trabajo. Todos respiraron con alivio al verme volver, y no pararon de preguntarme qué había sucedido. Consternado y apenado por el desastre que debía haber dejado en el baño, pregunté qué había sucedido. Después de escuchar varias veces lo mismo, repetí incisivamente si no habían encontrado algo en el baño, y con seguridad todos afirmaron que el retrete estaba completamente limpio.

Confundido y apenado por lo que había pasado, decidí inventar algo y nunca hablar de tal suceso… hasta ahora.

No logro explicar lo que sucedió aquel día, pero ciertamente algo pasó. Si lo preguntan, sí, sigo trabajando en este lugar. Nada como aquello o si quiera algo similar me ha sucedido desde entonces, y espero que no lo haga. Pero nunca olvidaré mi encuentro con la bestia que nadaba entre mis excrementos.

Vamos, que aquellas palabras son suficientes para perturbar a cualquiera.

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